Ya estaba harto. Esta vez iba a ser la definitiva. Mezclaría los orfidales, con el diazepán y un buen
lingotazo de guisqui. No tendría que preocuparse más por las miradas de soslayo, con las sonrisas
condescendientes, con el disimulado desprecio de todos a los que él quería gustar. Saboreaba la
victoria del día que ya no amanecería para él: era buen chico, dirían, no vimos sus ojos verdes, 
sollozaban, somos culpables, sois culpables, malditos, llorad, llorad... El timbre rasgó la mañana. 
-Hola, cariño.¿Qué haces así a estas horas? Calienta café: la abuela ha hecho paparajotes.


Rosa Mª López


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