Su mirada me atravesó como un puñal de hielo. Comprendí, sin entender. No necesitó explicación: supe perfectamente que todo había terminado. Alrededor, otras personas comían y disfrutaban de un día de fiesta de primavera. La barraca estaba que no cabía un alma. Y yo me sentía solo y abatido en medio del griterío. Todo giraba y giraba en una nebulosa galáctica; ella y yo, en medio. Bebí un sorbo del café de olla y, con suavidad, chupé el paparajote hasta notar en mi lengua el roce rugoso de la hoja de limonero. Después, ya solo la nada. José García Medina
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