Era un día de primavera en la bella ciudad de Murcia. Las gentes se habían
emperifollado para la ocasión con sus mejores galas, ya que la ocasión lo
merecía; San Paparajote salía en procesión. Los murcianicos
y murcianicas -al son de la música que un rumano con un acordeón tocaba- no
paraban de bailar alrededor del santo, y a cada paso que daba, el rumano
una saeta le cantaba. Cientos de feligreses lloraban a su paso, y los
ateos, que eran muchos, que digo muchos, más que chinos en China, deseando
que acabara la romería para hincarle el diente.


Alfonso Rebollo


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