Es Domingo. El sol se intuye por el este y el olor a torrijas recorre la estancia para esconderse bajo la leche. La Muerte, con su tacto sucio pero honesto, escucha contriciones, mortifica pasiones, frecuenta lugares sin memoria. El otoño chapotea sobre los primeros charcos en parques y asfaltos. El tráfico, avispas rabiosas, zumba de humareda y claxon. Un taconeo desciende por las escaleras. Irrumpen en el vestíbulo zapatos de charol más el latido, contra la baldosa, de un balón que atraviesa el portal. Detrás una sola risa, desde donde se desprenden pequeñas migajas al masticar. Unos papeles se trenzan con el olor del carburante, con el de pan tostado, hasta acabar en un vals de parabrisas. Un chillido de caucho, seguido de otros gritos, consigue que La Muerte gire hacia allí su rostro: divisa el abismo abierto en las pupilas del niño para arrojarle su mirada repleta de hueso. Ewal
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