Llegados de todas partes, el dormitorio se quedaba pequeño. Alrededor de la cama, la mujer y los cuatro hijos. En una segunda fila, la familia política. Por donde podían, los nietos, irregulares en su altura y apretados. Caras rígidas y rostros serios pero ninguna lágrima. Un silencio tenso que rompían los estertores del patriarca, que, en el lecho, respiraba más de lo que sus pulmones le dejaban. Desde hacía ya un buen rato, esperaban una palabra en el fatídico final que se acercaba sin un testamento escrito. Abrió los ojos, miro a todos y lo dijo. Dijo "paparajote". Y murió. Jan J. Martí
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