Cuánto habré soñado con aquella estancia, siempre cerrada, de la imponente casa del pueblo, lienzo blanco bajo el cielo, dominante castillo y vega florida, como una alfombra para sus pies de fría piedra.
Salón rectangular, decoración isabelina, doradas cornucopias en paredes, techo con imágenes bucólicas, cuadros de bigotudos caballeros y damas de alto copete… Mi tía, la dueña, de perfil aguileño y mirada inteligente, prohibíame la entrada. Contábame que una princesa encantada lo habitaba.
Aquella revelación hechizó mis once años y mis sueños. Sobre la seda del sofá, la princesa me descubrió su historia:

Jóvenes de la corte nos reuníamos para contar relatos de amor. Los míos, los más bellos.  Enamoraba a los caballeros y envidiábanme las damas. Cupido, celoso de mi talento, me embrujó para sólo él escucharme. Ahora te los contaré a ti.

Mi imaginación volaba con Morfeo en aquella estancia de mi niñez. ¡Bendita inocencia!

Lucía Abadía Giménez

 

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