Estaban dispuestas a seguir así por los siglos de los siglos. La eternidad entera les estaba
destinada y esta certeza, a veces, las paralizaba.
Pertrechadas tras aquella muralla de libros, en la estancia en penumbra, leían y leían hasta que el
anochecer las liberaba de su condena y podían salir al mundo exterior. Pero cada vez, los libros 
las salvaban menos. Una noche abrieron la ventana de par en par y decidieron no volver a entrar. Se 
quedaron tumbadas en el jardín, sobre la hierba, hasta que los primeros rayos de sol profanasen la
belleza de unos cuerpos condenados a la eternidad de la penumbra.

Diciembre azul

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