Un despistado y desordenado joyero granaino se tropezó con una tierra tan calurosa, como el peor día de su añorada Andalucia. Con la picardía que da el hambre, no se le ocurrió otra cosa que utilizar hojas de limonero rebozarlas en oro y llamarle paparajote de oro.
Sin ser consciente de la repercusión y del valor que tenía para unos ciudadanos que le resultaban tan ‘marcianos’ como insiste mi corrector, se vio envuelto de ‘panocho’ en exaltaciones huertanas y como colofón: un amable gasolinero reconociendo su cara le dice”¡Acho el del paparajote!”.
Guillermo Sánchez Rubio